23 de agosto de 2008

Supongamos.

Supongamos. Supongamos una persona. Alguien común, sin nada raro, de clase media. Vamos a caracterizarlo un poco para que sea más fácil de imaginar: Juan tiene unos 24 años. Encargado de una oficina, hace trabajo administrativo. Con lo que gana le alcanza para pagar el alquiler de su pequeño departamento y para poder vivir dignamente. Vive solo, pues un día se sintió cansado de su familia y pensó que lo mejor era irse y buscar su lugar en otra parte. Tiene un buen grupo de amigos, con los que se junta los fines de semana y a veces también después de salir del trabajo. También tiene una novia desde hace unos meses.

A primera vista, parece un chico normal. Con una buena vida, con aspiraciones de progresar. Con ganas de continuar en el trabajo, para en un futuro casarse, tener hijos y una existencia tranquila, como lo que desea la mayoría...

Sin embargo, sigamos imaginando. Supongamos que todos los domingos va a comer un asado a lo de sus padres, con los cuales mantiene un contacto cordial y cariñoso. Conjeturemos también, que se ven para otras cosas (lo que cualquiera hace con sus padres: aniversarios, fiestas, festejos en general). Pero imaginemos que Juan un día se empieza a cansar. Siente mucho sueño los domingos, por haber salido la noche anterior y comienza a dejar de ir a lo de sus papás de vez en cuando. Imaginemos que con el paso del tiempo deja de ir definitivamente… Seguramente sus padres se sentirán preocupados por la conducta de su hijo y lo llamarán. Lo más probable sea que el diga que está todo bien, que sólo tiene sueño. Esta escena se repetirá unas cuantas veces, hasta que al final, los progenitores se den por vencido y se acostumbren a comer solos. Ya sólo lo verán en ocasiones especiales. Y la figura de ellos se alejaría. Lo suficiente poco como para no decir “no me hablo con mis papás”; pero lo suficiente como para que sea una relación bastante común, de esas que son casi casuales, como obligatorias.

Volvemos hacia el primer párrafo. Dijimos que tenía una novia. Una chica buena y centrada, capaz e inteligente. Ahora, ¿Qué ocurriría si ellos se comenzaran a ver demasiado? Consideremos situaciones en donde Juan se quede con ella y no salga con sus amigos. Cosa totalmente normal y lógica. Pero pensemos que la línea que separa a los amigos de su novia comience a crecer y sea cada vez más amplia, hasta asfixiar a los amigos. De tal modo que prácticamente deje de verlos. Algo que ocurre bastante con mucha gente. ¿Qué pasaría si esta situación se prolongara en el tiempo? Seguramente los amigos lo llamarían para hacer algo; él se negaría; sus compañeros volverían a llamarlo otro día, conseguirían la misma respuesta y así hasta que un día ellos pensaran que no tenía mucho sentido invitarlo para que se niegue. De esa manera su relación se cortaría y perdería el vínculo fraterno que los unía. De hecho, ¿Quién no ha perdido algún amigo por falta de interés de alguna de las partes?

Continuemos. Supongamos que la situación del párrafo precedente se prolonga por unos dos o tres años. Y como las cosas de la vida son así, nuestro joven amigo termina con su novia. “Que no estoy seguro de querer seguir”, “que ya no es lo mismo”, “que estoy cansado”, “que ya no te quiero”, “que quiero estar solo”, etc. Lo que a ustedes les parezca.

Luego de todo esto, llegaría a su casa y se tiraría en la cama. Quizás los pensamientos en un principio serían algo confusos, pues eso pasa cuando las cosas cambian mucho de repente. Pero con el paso del tiempo todo decantaría y un análisis profundo habría que hacer de la situación.

Juan se encontraría solo. Absolutamente solo. Iría de su casa al trabajo y del trabajo a su casa. No tendría intentar revivir una amistad muerta hace tiempo. Además seguramente sus amigos no querrían eso. Quizás podría volver a comer a lo de sus padres, pero no sería lo mismo, seguramente ellos lo recibirían con los brazos abiertos, pero él seguiría estando solo.

Sería pura angustia. Se sentiría como aquel que cae por una colina enorme casi sin pendiente, tan despacio que no sentiría nada. Sólo al terminar y mirar hacia atrás se daría cuenta de lo alto que estaba, de lo lejos que está y de que es casi imposible volver a subir tanto.

¿Qué le quedaría? Nada.

¿Cómo lo superaría? ¿Quién sabe? Quizás con el tiempo sería difícil, pero lograría conseguir nuevos amigos, una nueva novia y de a poco volvería a sentir el gusto que se siente con sus padres. Quizás ahogaría sus penas con el trabajo, hasta convertirse en una de las personas más exitosas del mundo, pero se drogaría por el vacío profundo y tendríamos una película de Hollywood…

En fin, no nos interesa más la historia. No queremos conocer el fin porque nunca nos hubiera gustado el nudo, por lo menos no en nuestra vida.

Hasta acá quería llegar. Me pregunto qué tan lejos estamos de que nos esto ocurra. Más allá de que nuestra situación no sea la misma que la de este personaje, podría ser análoga. Quizás no nos damos cuenta que gracias a los gestos de un montón de personas que están a nuestro lado, tenemos la dicha de sentirnos acompañados. A lo mejor no somos consciente de que el vínculo que nos una a determinadas personas es frágil y es fácil romperlo, pero muy difícil recomponerlo. Tal vez no caemos en la cuenta que todo se nos podría venir abajo si no lo cuidamos…

Por eso recomiendo: Cuidar nuestras relaciones personales, recordar que la gente de al lado disfruta una sonrisa tanto como la disfrutamos nosotros, agradecer a Dios por todos aquellos que nos rodean e intentar mantener un sano equilibrio entre quienes merecen tiempo en nuestras vidas.



La Silla de Van Gogh.
Refleja su soledad.

1 comentario:

Bruna Araújo Santos dijo...
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