15 de agosto de 2008

Ómnibus.


Cuentan los cronistas de aquella época, que aquellas travesías, eran complicadas y difíciles de soportar. Aparentemente eran simples: 200 “kilómeos” que eran el equivalente a 17,4 de nuestros prenderos. El trayecto se hacía en un medio de transporte arcaico, común para la época. Su nombre se ha perdido, pero parece ser que utilizaba un combustible fósil, con un motor de cuatro tiempos que a través de una serie de engranajes movía unas ruedas que sacudían a la máquina. Dentro de él las personas iban sentadas, en una cantidad de veinte o treinta. Adelante había un chofer que se encargaba de hacer las maniobras y llevar el objeto a buen puerto. Al parecer estos maquinistas eran pésimos en su trabajo, según observamos en los periódicos de la época: “Muerte en la ruta” (aparentemente, la ruta era la vía por la que circulaban estos bólidos); “Vuelco y desesperación” (se observa que los vehículos eran inestables y al darse vuelta podían terminar con la vida de los pasajeros) y “Accidente en la 23” (el número corresponde a la forma en que se distinguían las carreteras de aquella época).

A continuación mostramos una imagen de lo que las mejores reconstrucciones han llegado a hacer:


Cuesta creer que las personas de aquella época se subieran a ellos sabiendo la posibilidad que existía de acabar con su propia existencia en sólo un segundo. Las hipótesis de nuestros mejores antropólogos dicen que al ser una civilización bastante primitiva, no lograban pensar demasiado...

A continuación transcribimos una descripción que hemos encontrada en una antigua biblioteca:

Salimos esa noche, aproximadamente a las 7. Habíamos decidido ahorrar, yendo en el más barato. Creo que solamente evitamos pagar 10 pesos[1].

Nos subimos, y nos sentamos. En ese momento creí que no iba a ser un buen viaje: Mi asiento estaba trabado, no se podía inclinar hacia atrás. Era incluso peor: Tenía que reclinar mi cabeza hacia delante, porque la parte de arriba de la butaca no me permitía quedarme derecho. Sin embargo no terminaba ahí: Los asientos estaban preparados para gente más pequeña. Mi omóplato tenía que quedar afuera, al parecer mi espalda era demasiado ancha para el respaldar.

Busqué la complicidad de alguien a mi lado que sufriera lo mismo que yo. Por suerte la encontré. El pasillo estaba lleno de espaldas y brazos fuera de su lugar. Efectivamente, no la íbamos a pasar bien…

Creía que era imposible que empeorara, pero no era así: El único asiento trabado era el mío, ya que la persona de adelante se aprestó a dormir tranquila, estirándolo de manera tal que hasta podía ver los piojos en su cuero cabelludo. En vano le intenté decir que se corriera, que me era imposible mover las rodillas, que realmente estaba muy incómodo. De forma desvergonzada, se hacía la dormida.

“Bueno”, me dije, “serán menos de cuatro horas de viaje y quizás hasta paremos en algún momento a estirar las piernas. Además con el sueño que tengo será difícil no poder dormirme.”

Sin embargo fue imposible. Habían pasado dos horas y la cabeza empezó a darme vueltas, el mareo por la altura me destrozaba. Para peor, un olor nauseabundo inundaba el lugar. El dolor del cuello torcido empezaba a molestar. Las piernas exigían un poco de estiramiento por toda la caminata de aquel día y en vano intentaba hacerlo sin golpearme con el asiento de adelante. Pensé en pararme en el pasillo: Quizás comenzaría a sentirme un poco mejor. Duré poco: El conductor hizo una maniobra brusca y casi me caigo. La máquina se movía de un lugar a otro. Hacia delante no se veía nada: La continua subida no nos permitía observar la ruta. Sólo sentía como nos movíamos de forma pendular y brusca. Similar a uno de esos juegos de parques de diversiones.

Hacía más de tres horas que estábamos viajando. Creo que después de eso, la fiebre me quemaba la cara, sentía calor por fuera y frío por dentro. Busqué inútilmente una aspirina en mi bolso. Recordé que no tenía nada, la última la había gastado hacía unas horas por el dolor de cabeza. De poco había servido: Nada me había calmado y ahora la necesitaba más que nunca.

Despierto a mi acompañante y le pido una, me dice que tampoco tiene, que las dejó con el equipaje. Luego de decir esto, se escucha un ruido ensordecedor, como un golpe. El coche comienza a derrapar. El chofer pierde el control, la máquina comienza a ladearse. Me recuerdo que estamos subiendo por la montaña y que del otro lado sólo hay un precipicio enorme. Un frío de muerte me cala los huesos. Empiezo a sentir el corazón que golpea fuerte. Susurro una plegaria y todo se detiene. No puedo comprender que ocurre: Mis sentidos embotados no captan muy bien la realidad. Ya habían pasado más de cuatro horas desde que me había subido.

¡Dios! Cuando va a terminar.

“¡Abajo todos!” dice una voz. Dejo que salgan todos para recuperarme un poco y desciendo. Se había reventado una cubierta. Sólo algunos jirones quedaban de esa masa enorme de caucho. El piso era pura tierra bacheada. Un arroyo que corría por ahí había desnivelado el transporte y lo había hecho golpear fuerte. Esa era la causa de la pinchadura. Intenté buscarle el lado bueno: Podía despejarme un poco. El aire ahí era bastante fresco y pude caminar un poco.

Cerca de una hora tardaron en arreglar el desperfecto. Según me dijeron, no aparecían las herramientas para hacer el cambio y el conductor no era muy ducho en el tema.

Volvimos a subir. Casi me descompone el hedor horrible del lugar pero pensé que ya faltaría poco. Le pregunto al que marcaba los pasajes si ya estábamos llegando. Me mira con una sonrisa entre molesta y forzada y me dice que faltaba casi la mitad del trayecto. En ese momento, estaba seguro de que llegaría enfermo y con ganas de volver a casa.

Aunque mi cuerpo se sentía peor que un muñeco articulado luego de haber sufrido unas sesiones de vudú, me reconfortaba saber que pronto se acabaría el suplicio y podría descansar. Igualmente, ya no pasamos más sobresaltos en el resto del periplo.

Finalmente arribamos. Me siento casi eufórico. Busco mis bolsos y escucho: “¡Ahora a buscar un lugar donde dormir!”

La ciudad estaba desierta... Me dibujé una sonrisa en la cara y seguí como pude…



[1] Antigua moneda, en esa cantidad parece ser insignificante (más teniendo en cuenta la continua inflación de aquella época).

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